Página 5 CREACIÓN LITERARIA - PROSA

CONCURSO DE RELATOS "DÍA DEL LIBRO"
 
GANADOR CATEGORÍA A
 

PRÓLOX    EL    PERSA

(David Barragán Peral 1º ESO – B)

 

Prólox, era un joven persa que vivía en una pequeña aldea situada junto a un extenso oasis. Llevaba  una vida tranquila alimentando ovejas y carneros.

 

Un  día, un mensajero trajo la noticia que Prólox esperaba desde hacía mucho tiempo. Algo que podría cambiar su vida de ganadero para mejor: “un  general persa iba a alojarse en su aldea durante un viaje al frente por la guerra”. Prólox podría hablar con los guerreros de su escolta y averiguar más sobre sus viajes y aventuras. Por fin  podría conocer a auténticos héroes.

 Un amanecer como otro cualquiera, Prólox fue a coger agua del lago como todas las mañanas, cuando divisó a lo lejos una enorme nube de polvo aproximándose a la aldea. Poco a poco, las siluetas de unos jinetes empezaban a aparecer entre la polvareda. Prólox corrió hacia la aldea entusiasmado: -¡Ya están aquí, ya han llegado!- gritaba. Cuando llegó, la gente ya había salido de sus casas para recibir a sus visitantes.

Poco después, un grupo de soldados a caballo entró por la gran puerta de madera. –¡Soy el general Zairo, del ejército de Persia, y ésta es mi escolta!-, dijo uno de los guerreros, dirigiéndose a los aldeanos. Entonces, un anciano salió de entre la multitud: -Seguidme; os llevaré a la posada para dejar el equipaje- dijo a los soldados. –¿Quién eres tú?- preguntó Zairo. –Yo soy Gondro, el jefe de esta aldea, y  se me ha ordenado alojaros-. Tras decir esto, el anciano les indicó con el brazo que le siguieran y se marchó. El general y su escolta le siguieron montados en sus caballos. Prólox   fue  tras  ellos  disimiladamente.  Los demás  aldeanos se fueron a proseguir sus trabajos. Los soldados se pararon ante un gran edificio de piedra y Gondro llamó a la puerta. Cuando ésta se abrió, los guerreros bajaron de sus monturas y entraron. Prólox les siguió. Cuando entró, se encontró en una enorme estancia llena de mesas, iluminada por la luz que entraba por las cuatro ventanas. El suelo de madera crujía con las pisadas de los guerreros. Las paredes estaban adornadas con pieles de animales. La habitación estaba llena de viajeros de lejanos lugares bebiendo y hablando. –Espero que halla suficientes camas para todos- dijo el general al anciano. –No os preocupéis por el espacio, general Zairo- respondió Gondro, abriendo una de las puertas que había en las paredes, con un pequeño chirrido. –Podéis dejar las armas donde queráis; mis sirvientes las recogerán- dijo el anciano.  –Estáis en vuestra casa-. Y haciendo una reverencia, se fue y cerró la puerta.

 

Los soldados se quitaron sus cascos, arcos y espadas y los dejaron en una de las mesas. Después se sentaron. Entonces, Prólox se acercó a ellos. –¿Quién eres?- preguntó uno de los guerreros. –Soy  vuestro sirviente, señores- mintió. Y diciendo esto, cogió las armas de los soldados y las dejó en una de las habitaciones. Cuando volvió, prestó atención a la conversación de los guerreros:

-“…Sí, los jonios son unos temibles rivales, pero no lo suficiente para derrotarnos.- Dijo uno de ellos.

- Sabes que entre sus bosques no tenemos nada que hacer contra ellos, Lapor.

- No seas tan pesimista, Kualor.

- No sé tú, pero yo no estoy acostumbrado a luchar entre la vegetación.

- Olvidas que somos los mejores soldados de toda la región, Kualor.

 - ¡Da igual, es una locura enfrentarnos a ellos en su territorio!

- Parece que te has convertido en un cobarde.

- Nadie diría que has estado en tantos lugares, participado en tantas batallas, conquistado tantos territorios, derrotado tantos enemigos y vivido  tantas aventuras.

- ¡No soy un cobarde!. Si por lo menos contáramos con más tropas…”

En ese momento, a Prólox, que había escuchado toda la conversación, se le ocurrió una magnífica idea. Una idea, que conllevaría afrontar duros y peligrosos retos, pero que podría conducirle a la fama. No sabía quiénes eran los jonios, pero iba a unirse a los soldados y luchar contra ellos. Aunque las tropas de Zairo no le aceptarían tan fácilmente entre sus soldados para librar una batalla tan desventajosa como ésa y, además no sabía manejar la espada ni el arco. Debía aprender a usar esas armas como un auténtico guerrero, o nunca podría luchar junto a las tropas persas, en los bosques jonios.

 

Prólox salió de la posada y se dirigió a la armería, con la esperanza de poder adquirir allí las armas precisas. Cuando entró pudo ver colgados y encima de las estanterías escudos, hachas, espadas, lanzas y arcos de todos los tamaños y formas. Entonces el armero salió de la trastienda –¿Puedo hacer algo por ti, ciudadano? – le preguntó. –Sí, estoy buscando una espada y un arco a un precio asequible. ¿Puedes satisfacerme?-. –¿Qué te parece éste?- dijo el armero cogiendo un arco y mostrándoselo, –¿Y esta espada?-. Prólox desenfundó la espada y observó su firme hoja mientras la giraba. – ¿Cuánto pides por los dos?-.  -Cincuenta dinares-. Sacó el dinero y se lo dio. –Gracias armero-. Y diciendo esto se puso en dirección a la posada.

 Cuando llegó, los soldados habían comenzado a entrenar con sus espadas. Prólox se sentó a verlos, intentando aprender algo de su estilo de lucha. Veía casi imposible aprender a luchar antes de la mañana siguiente.

-Enséñame tu sable, aldeano-. Kualor, uno de los guerreros a los que había escuchado antes, se había fijado en sus armas. -¿Qué haces con una espada como ésta?, ¿sabes luchar?-. –Aún no-, respondió enseñándole su espada. – Es una buena arma, pero en cambio el arco parece mucho menos resistente. Podría enseñarte si lo deseas-. –Sí, por favor-, dijo Prólox entusiasmado.

-Bien, pues levántate y coge tu espada-. Prólox  parecía tener un  don especial para luchar con la espada, pues aprendía con facilidad. Al cabo del día, se había convertido en un auténtico maestro en el uso de sus armas. Kualor se sentía orgulloso de su nuevo aprendiz.

 

         Llegada la noche, Prólox fue a cenar a la posada con Kualor y los guerreros. Cuando llegaron, los demás soldados ya estaban sentados en una de las mesas y Kualor presentó a Prólox a sus compañeros:

-¡Hola  muchachos! Quiero   presentaros   a   mi   aprendiz   Prólox-.

Entonces ambos se sentaron junto a los soldados.

-¿Luchas bien, muchacho?-, preguntó uno de los guerreros.

- Es uno de los mejores luchadores que he visto nunca-, contestó Kualor por su aprendiz.

-¿No pensarás llevártelo a luchar contra los jonios, verdad Kualor?-.

-Por supuesto que no-, dijo.

-¡Sí que iré!-. Contradijo su aprendiz.

-Es una locura; olvídalo Prólox-.

-¡Soy un luchador magnífico- dijo - ¡Tú mismo lo has dicho!.

–Nuestros enemigos acabarán con todos nosotros mañana. No tenemos ninguna posibilidad-.

 

         Después de cenar, Prólox se fue a su casa decepcionado. Esa noche, Kualor comprendió que Prólox quería ir con ellos desde el principio, y que por eso demostró tanto interés durante su entrenamiento. Pensó que si todos los guerreros lucharan con ese ímpetu, derrotarían a todos los rivales, y decidió dejarle luchar junto a él contra los jonios. Al día siguiente fue a buscarle para decirle que podía acompañarle al campo de batalla. Éste se entusiasmó con la noticia. Kualor regaló una de sus armaduras de batalla a su aprendiz, y ambos, se marcharon con sus caballos hasta donde estaba el resto de los guerreros. Guiados por el general Zairo, los soldados combatieron ferozmente contra sus enemigos, y vencieron sin apenas pérdidas. Desde ese día, Prólox acompañó a las tropas persas y se convirtió en uno de los mejores guerreros del imperio.  

 

                      

 

CONCURSO DE RELATOS "DÍA DEL LIBRO"
 
GANADOR CATEGORÍA B
 

UNA HISTORIA REAL

  (Maribel Graus Ramírez 4º ESO – C)

    

            La verdad es que es imposible saber lo que te va a deparar la vida; no obstante, yo ya sabía qué depararía la mía y la de todos los habitantes de La Güinera, el sitio donde nací y me crié siendo niño. Un barrio de La Habana donde hay, como en todos los barrios marginales, una extrema pobreza causante de hambre, enfermedades y violencia.

            Me siento triste al recordar todas las condiciones infrahumanas en que vivíamos:  había miles y miles de chabolas en miserables suburbios hechos de lo poco que la gente tenía, y en muchas ocasiones, hechas incluso de cartón. Los inviernos eran fríos y oscuros, ya que la mayoría de la gente no podía pagar la electricidad; el agua que bebíamos ni si quiera era potable pero, en verdad, cuando uno vive así, eso es lo que menos importa porque no se espera nada de la vida. Esa es la única realidad de todos los barrios pobres y marginales: sus habitantes son invisibles para el mundo, porque éste se niega a verlos. “Pero que no te quieran ver no significa que no existas.” Estas son las palabras de la persona más increíble y maravillosa que jamás he conocido.
 
            Mi nombre es Abbel, y éste no sólo es el relato de mi vida, sino el de la vida de todas las víctimas del mundo; personas pobres marginadas de la sociedad, forzadas a ser delincuentes para comer, o simplemente para hacerse ver; gentes que ansían un poco de felicidad o sueñan tan solo con un mínimo gesto de amor en su camino. Son  prisioneros de una sociedad que se niega a verlos; prisioneros de un barrio que aguarda su liberación.
 
             Yo era tan solo un recién nacido cuando mi padre intentó venderme; mi madre murió al darme a luz y creo que ese fue el principal motivo por el que mi padre y mis hermanos siempre me odiaron. Mi padre se llamaba Karel, y había estado más tiempo en prisión que en la propia calle. Siempre me había culpado por la muerte de mi madre y, cuando estaba de mal humor, me maltrataba, se burlaba de mí e incluso me dejaba sin comer una semana; al igual que mis hermanos, quienes aprovechaban cualquier cosa que hubiera hecho mal para meterse conmigo. Éramos seis hermanos aunque dos de ellos ya estaban muertos. Dos de mis hermanos ayudaban a mi padre a hacer sus chanchullos y a negociar con drogas, y mi hermana y yo nos quedábamos a trabajar en la casa. Lola realizaba las actividades domesticas y cosía mientras que yo solía bajar al río para cargar agua todas las mañanas, y, aunque no me enorgullezca decirlo, como el dinero que me pagaban por trabajar no era suficiente para la comida, también tenía que robar el resto de donde fuera, ya que, si no conseguía cierta cantidad de dinero diariamente, mi padre nos pegaba a mí y a mi hermana.
 
            Un día como otro cualquiera, mi hermano mayor y algunos amigos me obligaron a ir con ellos para robar a una casa. Era un trabajo fácil y sencillo en el que se necesitaba mucha astucia y rapidez; mi única función era entrar por la ventana trasera, ya que era el más pequeño, y abrir la puerta del garaje de inmediato. De repente, justo al abrir la puerta, salto una alarma, y las puertas se cerraron en cuestión de segundos, sin apenas darme tiempo a escapar. Se oían sirenas de fondo, mi hermano empujaba una y otra vez para sacarme de allí pero no dio tiempo, y al ver a la policía huyó junto con su banda. Para cuando por fin pude salir por la ventana, ya era demasiado tarde, varios agentes estaban apuntándome con sus pistolas y, creo que ese mismo temor, me hizo encontrar las fuerzas de donde no las había para seguir corriendo.
 
            Corría y corría sin mirar hacia atrás, intentando que aquellas patrullas me perdieran de vista y entonces,  salté una valla que daba a un barrio grande y de gente con dinero, consiguiendo así despistar a la policía.
            Uno o dos agentes siguieron buscándome por ese barrio, rastreando bien la zona y advirtiendo a la gente de mí.
            Tuve muchísimo miedo e, intentando recuperar el aliento, anduve hasta una de esas casitas, donde vería por primera vez al señor Campell.
            Intenté entrar de puntillas, silenciosamente para intentar pasar desapercibido; entonces oí una aguda y dulce voz que se dirigió a mí:
            -¿Es a ti a quien buscan, jovencito? -me preguntó de repente, pillándome totalmente de sorpresa. Al ver que no contestaba la mujer volvió a insistir-. ¿Por qué te buscan esos agentes?, ¿ tan grave ha sido lo que has hecho?
            No sabía por qué ,pero la expresión de su cara me hacía sentirme protegido desde el mismo momento en que la vi, y así fue.
            -Policía, abran la puerta -gritó uno de guardias que me buscaban golpeando fuertemente la puerta de entrada-. Señora Margaret, estamos buscando a un muchacho joven y delgado y de aspecto pálido y mugriento, ¿ha visto usted alguien así por aquí.
            -No, no he visto a nadie así, pero si lo veo puede estar seguro de que le avisaré, agente.
            -¿Está usted segura?, los demás vecinos jurarían haberlo visto entrando aquí.
            -Si hubiera entrado aquí ya lo hubiera oído o visto, porque estaba limpiando la entrada pero, si lo desea, podrían asegurarse.
            -No, seguro que los vecinos se han confundido; iremos a revisar las demás viviendas -dijo el guardia mientras que ordenaba a sus compañeros que se fueran-. Muchas gracias por su colaboración.
 
            ¿Quién era esa mujer y por qué no me había delatado a la policía? No sabía ni qué hacer ni qué decir, y entonces ella me ofreció pasar y me dio de comer. Comí como nunca había comido y no paré hasta saciarme del todo.
            Sólo sabía de aquella mujer que se llamaba Margaret, era vieja y de agradable aspecto y, a juzgar por su uniforme, era una sirvienta en aquella gran casa. Por primera vez en mi vida me sentí acogido por alguien; aunque ni siquiera la conocía sentía que era una buena persona a la que no le importaban las apariencias ni el dinero. Al poco rato, llegó a la casa el señor Campell, el dueño de la casa. Era un anciano profesor de pelo blanco y un acicalado bigote que vestía de traje y corbata.
            Me miró durante algún tiempo y justo cuando lo miré a los ojos me transmitió una profunda confianza.
            Era ya casi de noche cuando me despedí de ellos y me dispuse a regresar a mi triste hogar.
            Lo cierto es que después del rato tan agradable que había pasado, debía estar contento, pero, pronto las cosas cambiarían, pues al llegar a mi casa me encontraría con la más terrible y dolorosa noticia.
 
            Llegué a mi barrio y un amigo me informó rápidamente de que unos hombres se habían llevado a mi hermana. Sin poder creerlo y temeroso, entré a mi casa e intenté buscarla; me sentía perdido tan solo con pensar que la había dejado marchar y, como no me resignaba, la busqué gritando desesperadamente por todo el barrio. Inútilmente, avisé a mi padre y vi en su rostro que él había tenido algo que ver en todo aquel asunto. Me sentí muy impotente en aquel momento y, a pesar de que era la persona a quien más miedo tenía, la rabia e impotencia me hicieron sacar fuerzas para enfrentarlo. Le grité reprochándoselo una y mil veces hasta que lo admitió. Mi padre había vendido a mi hermana como en su día intentó hacerlo conmigo, y, lo peor de todo era que, más que triste y arrepentido, lo que estaba era contento. Le insistí en un tono incluso amenazador para que me dijera dónde se la habían llevado:
            -Su vida ya es cosa de Dios. Mírate, ¿es que acaso no sabes hacer otra cosa mas que llorar? Debiste ser un niño fuerte como tus hermanos, como yo; y no un llorica -dijo mi padre riéndose.
            -¿Cómo tú? No, yo nunca seré como tú, un delincuente, un asesino...
            - Pero si ya lo eres -me interrumpió mi padre con sarcasmo e hipocresía-. Ya eres igual que yo; tú eres el que ha sellado el destino de tu hermana. ¿Dónde estabas tú para protegerla? Si ella muere, tú eres tan culpable como yo, porque ella siempre confió en ti.
            Esas palabras me dejaron vacío, totalmente perplejo. ¿Por qué a ella y no a mí? Yo tenía que haber estado aquí, junto a ella, hasta el último momento. Si yo no hubiera estado en casa del profesor Campell tal vez en este instante las cosas hubieran sido de otro modo.
            No hacía más que pensar en aquellas últimas palabras mientras mi padre se reía, y os confieso que por un momento pensé en callar su risa para siempre, pero, a pesar de todo mi dolor y mi rabia, era incapaz. Así que me fui de ese lúgubre lugar y de aquel horrible barrio. Estaba muy triste y desconcertado, y fue entonces cuando pensé que tal vez el señor Campell y Margaret podrían ayudarme a buscar a mi hermana.
            Fui a su casa y cuando abrieron la puerta les hablé tan deprisa y tan alterado que casi no podían entenderme. Me dijeron que me tranquilizara y una vez relajado les conté todo lo que había pasado. El profesor llamó a la policía inmediatamente para que se pusieran a buscarla y, mientras, Margaret me consolaba y me decía que no me preocupara por nada. Tras darme un buen baño y ponerme ropa limpia Margaret me llevó hasta mi habitación, ya que insistieron en que me alojara con ellos.
 
            Pasaron muchos días y no se sabía nada de mi hermana. El profesor ofreció incluso una importante suma de dinero para todo aquel que pudiera aportar alguna pista de su paradero.
            Aquellas personas se portaban muy bien conmigo, eran muy amables y generosas; cada día que pasaba les iba cogiendo un poco más de cariño y ellos a mí también, pero cuando se vive todo lo que yo había pasado, nada ni nadie puede hacerte olvidarlo. Cada noche tenía horribles pesadillas y, cuando me despertaba, me iba hacia una esquina de la inmensa habitación y me sentaba allí esperando recuperarme como si pensara que el profesor y Margaret eran un sueño y al despertar volvería a encontrarme en La Güinera, en esas calles donde la felicidad es un bien escaso.
 
            Después de un mes y tres días, la policía encontró el cadáver de mi hermana en una calle de La Habana, y, también detuvieron a dos posibles sospechosos de su muerte.Ellos eran de una mafia latino-americana que se dedicaba al tráfico de drogas y mujeres. Dos días después, uno de ellos confesó haberla matado, y basó su triste defensa en que estaba bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Al ver su declaración salió por un momento todo el odio que había albergado en mis adentros todo este tiempo. Odié con todo mi ser a ese hombre, a mi padre, a mí mismo y al mundo en general.
        
            Pensé en toda esta vida que me había tocado vivir. Pensé en todas las personas como mi hermana que jamás habían hecho daño a nadie. ¿Por qué ella no pudo ser libre y los que sí hacen daño siguen estando en la calle?
            
            El culpable de aquella muerte fue a la cárcel y allí  debería haber estado de por vida, pero con mafias que mueven tanto dinero y tanta corrupción, a los tres años estuvo libre. Aunque para ese tiempo, yo estaba en Londres con los Campell. El profesor sólo pasaba los veranos en La Habana, pero él vivía en una gran casa en el centro de Londres y no quiso marcharse sin mí de Cuba.
 
            Londres me pareció una ciudad maravillosa, muy diferente a mi tierra. En esa nueva ciudad conocí mucha gente y recibía clases junto con mis compañeros, y también con el señor Campell, ya que al estar jubilado tenía más tiempo para mi educación. Se puede decir que todo lo que soy y todo en lo que me he convertido se lo debo a él, y a Margaret, por supuesto. Gracias a su apoyo incondicional soy una persona totalmente diferente a la que podría haber sido criándome en aquellos barrios. Ellos me salvaron de aquel trágico destino y han sido la familia que nunca conocí.
            Pasé toda mi adolescencia en Londres y al cabo de los años me transformé en una persona totalmente madura. Un frío día de invierno, Margaret nos dejó; lo más seguro de nacer es que algún día tendrás que morir. La echaba mucho de menos, porque había sido para mí una madre, y creo que allá donde quiera que esté, se sentirá muy orgullosa de mí, su hijo.
 
            Pocos años después, la muerte volvió a llamar a nuestra puerta: el profesor enfermó y a los pocos meses murió, dejándome toda su herencia.
            En realidad, en Londres fui inmensamente feliz pero, ahora que estaba solo, una parte de mi anhelaba mi tierra, La Habana.
 
            Y como somos polvo y al polvo volvemos, volví a mi barrio. Nada más pisarlo recordé todo el daño que me habían causado en él, pero mas allá del odio y el rencor, estaba la lástima; lástima de no poder cambiar el mundo.
        
            Era una persona completamente nueva la que aparecía por esas calles, una persona con dinero y educación; una persona que no tenía nada por lo que preocuparse y, sin embargo, me atormentaba una gran preocupación: vi en mi barrio gente sin ganas de vivir y fue entonces cuando me vi a mí mismo en el pasado. La vida había sido muy generosa conmigo y, ¿qué menos que devolverle el favor, y a la vez devolvérmelo a mí mismo? Me sentía identificado con todos aquellos niños sin hogar y desprotegidos. Desgraciadamente no pude cambiar la vida de mi hermana, pero tal vez, y sólo tal vez, podría hacer algo por todas estas personas desamparadas.
            Yo siempre fui pobre a mucha honra, y no me importaba volver a serlo por lograr mis objetivos. Así lo hice, invertí todo el dinero que me dejó el señor Campell en construir una residencia para menores de edad en pleno centro del barrio. El proyecto tardó el doble de tiempo en construirse, porque, con todo el vandalismo que hay en sitios como ése, era muy normal los robos de materiales y la destrucción de estos.
            Al cabo de cuatro años estaba terminada y solo faltaba la cosa mas primordial de todas: los chicos.
            No fue nada fácil conseguir llamar la atención de los niños porque éstos sólo se dedicaban a trabajar, o al trabajo fácil, por llamarlo de alguna manera. Lo que menos querían eran estar en una especie de escuela con normas.
 
            De repente, un día, cuando ya me daba totalmente por vencido, la vida me mandó a Marbelys, una profesora de baile que estaba dispuesta a ayudarme con los chicos.
            “Escuela de baile”. Así empezó a llamarse la pequeña residencia que había construido para ellos. Intentamos convencer a todos los niños para que fueran de vez en cuando, algunos de ellos todavía se resistían a venir pero la verdad es que las cosas marchaban bien. Mediante juegos, baile, diversión y, sobre todo, mucho cariño, Marbelys y yo captábamos toda la atención de aquellos niños y cada vez veíamos más caras nuevas pasando por la escuela. Les intentábamos enseñar lo que yo aprendí con los Campell: que muchas veces, aunque sientas que la vida te da la espalda, hay que ser fuerte y luchar por tu sueño. Todos ellos eran maravillosos y encantadores, formábamos una gran familia. Había veces en las que lloraban porque no querían regresar a sus casas, y, sinceramente, los entendía perfectamente. A muchos de ellos, al llegar a sus casas, les esperaba una paliza, un desprecio, e infinidad de cosas malas. Yo en su lugar también preferiría huir de todo eso.
            Eran tantos los que se habían unido a la escuela de baile que ya ni siquiera cabíamos en aquel lugar. Yo no hacía mas que invertir dinero en comida, materiales, reformas..., pero ni toda la herencia del señor Campell era suficiente para afrontar todos los gastos, y llegó un momento en que no quedó nada.
            No sabía qué hacer ni cómo afrontar esa situación, pero lo que sí sabía es que seguiría adelante como fuese. Entonces se me ocurrió la idea de hacernos conocer, y, ya que éramos una escuela de baile y que habíamos progresado mucho, nada mejor para hacer ver al mundo nuestra situación que participar en un concurso de baile.
            Necesitábamos ensayar mucho y practicar las coreografías a todas horas; todos los jóvenes estaban entusiasmados con el concurso. Por primera vez en la vida estaban viendo el fruto de sus esfuerzos; nunca podré olvidar la cara de todos ellos al hacer algo que de verdad les motivaba. Eran ellos los que se guiaban por la luz en la más terrible oscuridad de ese barrio marginal.
 
            Marbelys y yo pensamos que sería buena idea cambiar de entorno y les propusimos una pequeña excursión por La Habana Vieja; nunca olvidaré ese día en el que la vida me trajo a  José. Yo estaba comprando unos refrescos cuando lo vi bailar. Algo en él me resultaba muy familiar, como si lo conociera desde siempre.
            José era el hijo de un gran amigo mío; yo sabía que él desgraciadamente había muerto y, por su grandísima amistad, me sentí en deuda con él e intenté ayudar en todo lo que pude, pero él no me dejaba. José era un excelente bailarín con mucho éxito por delante pero, al no tener familia, nunca había tenido un ejemplo de padre, es más, trabajaba para un traficante de drogas. Lo más deprimente es que eso era lo mas cercano que tenía que podía parecerse a un padre. Intenté convencerlo para que se viniera conmigo pero él mostró resistencia y se marchó con sus amigos.
 
            Al cabo de un tiempo, supe de él que se encontraba en la cárcel. La policía lo pilló trabajando con drogas y armado. Entonces no me rendí y fui a prisión para verle. Le dije que su padre era una gran persona y no habría querido jamás verlo en esa terrible situación, le dije que las personas con las que se juntaba no eran sus verdaderos amigos, y que en la escuela éramos todos como una gran familia, que no se arrepentiría de estar allí con nosotros.
            Por otra parte el concurso de baile se acercaba, era cuestión de días. Los chicos de la escuela lucían en sus caras una sonrisa de oreja a oreja y desprendían felicidad en todos sus bailes e instrumentos.
            Yo me sentí orgulloso de ellos por todo lo que habían trabajado y por todo el pasado que habían sido capaces de dejar atrás.
            La verdad es que no obtuvimos ningún premio por concursar pero el resultado de su trabajo fue un premio para ellos. Una semana mas tarde José apareció en la escuela. Al verlo me alegré mucho y me recordó cuando yo entre desesperado a la casa de los Campell pidiendo a gritos un poco de ayuda. Sus ojos me miraron profundamente y chocaron con los míos. Entonces le sonreí.
            Notaba una gran mejoría en él con el tiempo, pero, un día, sin decir nada, nos dejó. Nadie supo dónde había ido.
            Progresábamos muy bien y tras la participación en el concurso, recibíamos ayudas de muchas personas. Y la ONU también participó en este proyecto, así que la escuela pudo reformarse y hacerse más grande.
            Los chicos ya podían dormir allí porque pudimos hacer muchas habitaciones bien amuebladas, y era lo mejor para todos aquellos que tenían problemas con sus familias.
 
            Una noche se oyeron unos fuertes golpes a la puerta, fui a abrir y a averiguar quién era y, nada más abrir la puerta, José se tiró a mis brazos llorando desesperado. Lo hice pasar y le dije que se tranquilizara. Cuando estuvo un poco más calmado me contó el motivo por el cual estaba así y por el cual se fue. Su jefe y su pandilla le estaban amenazando, si no volvía lo matarían. Lo habían obligado a dejarnos y a seguir con su trabajo, él se negó y forcejeó con uno de los hombres para poder escapar, pero éste, al ver que estaba intentando huir, lo intentó parar con su navaja. Era un pequeño rasguño, nada sin importancia; estoy seguro que lo que mas le dolía a José era la herida del corazón, y ésa no se podía cerrar.
 
            José se dedicó al baile y con el tiempo olvidó toda aquella historia , hasta que un día volvió a encontrarse con su jefe y yo los vi conversar. Al terminar y sin que él no supiera nada, me dirigí a él y lo amenacé. Lo único que quería era que dejara tranquilo al muchacho, pero creo que mis amenazas no le sentaron nada bien y desde aquel instante sentencié mi vida. Desde aquel día recibí ciertos papeles anónimos con muchas amenazas hacia mí y todos los que se antepusieran en su camino.
            Todo , absolutamente todo, era perfecto en la escuela. Creo que todos esos niños eran la razón de mi existencia, y dios me ofreció una oportunidad que debería pagarle al mundo, de este modo es como yo veía la vida. Y quería envejecerla en ese mismo barrio en que nací. Aunque no sabía si me estaría permitido vivir mi sueño durante más tiempo.
            Justo antes de pasar a la escuela, un coche negro se acercó a mí con la  ventanilla entreabierta, y lo último que recuerdo es que a la semana me desperté en el hospital por un grave disparo. Se que esto no fue casualidad: había mucha gente que no estaba de acuerdo con mis objetivos o que simplemente no quería que los terminara.
            José no hacía más que culparse, se sentía el culpable de todo eso porque había sido por él. Pero yo sabía por experiencia que no era bueno culparse a sí mismo por el mal que otros han cometido e intenté hacerle sentir aliviado.
 
            Yo quise cambiar el mundo y al hacerlo asumí todas las consecuencias que eso  conllevaba . Tiene bastante gracia; nacer en un barrio donde nunca sabes si al despertarte estarás vivo y nunca haberme detenido a pensar cómo iba a morir. Yo ya logré mi sueño hace mucho tiempo, pero lo cierto es que ahora lo que más me hubiera gustado sería disfrutarlo. Aunque si muriéndome pudiera hacer ver a la sociedad que esta historia existe no solo en mí, sino en millones de personas de todo el mundo, moriría las veces que fuera necesario.
            Los médicos notaron mucha mejoría en mí y por fin me dieron el alta. Los niños todavía tenían demasiadas cosas por aprender así que no podía fallarles. Todos nosotros seguimos adelante y jamás podré olvidar a todos y cada uno de aquellos muchachos que me devolvieron la vida. Les estaré eternamente agradecido porque, como ya dije, “que la sociedad no nos quiera ver, no significa que  no existamos”. Y aunque ustedes que están hoy ahí sentados, leyendo este documento, lo tienen todo y jamás han vivido algo como lo que yo acabo de contar, más que envidia me dan pena. Esos niños e incluso yo hemos tenido más amor y felicidad de la que muchos sueñan con tener en toda su vida.

 

    Abbel escribió este documento cuando estuvo ingresado en el hospital, y el 27 de mayo del 2001 murió brutalmente apuñalado en la entrada de su propia escuela.

La mayoría de los niños que allí residían llegaron a ser grandes bailarines o tener buenos puestos de trabajo, mientras que el 18% de ellos murieron o fueron delincuentes.

Este hombre murió con veintinueve años luchando hasta el final por su sueño y, a pesar de que era amenazado por muchas personas, nunca se rindió.

Mientras ustedes leen este artículo, millones de almas se apagan por historias como éstas o similares.

 

 

 

 
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